La inmensa mayoría de las mamás y los papás aman a sus hijas e hijos. No tengo la menor duda. Pero no siempre nuestro amor llega tal y como nos gustaría, no siempre es un amor que cumple las necesidades reales de los niños y niñas.
Hace unos diez años tuve la suerte de participar en un curso que impartían Rebeca y Mauricio Wild que me dejó unas cuantas ideas que me han permitido clarificar algunos aspectos en relación al cuidado de la infancia. Y uno de ellos es, justamente, cómo se traduce este amor de una forma que resulte nutritiva para nuestros retoños.
Rebeca y Mauricio se referían a una idea de Maturana, sobre la importancia biológica del amor entre seres, que es la aceptación del otro como un otro diferente. Esto se torna especialmente importante cuando pensamos en una relación de simbiosis, ya que si no hay esta aceptación del otro, dejaría de haber dos seres en simbiosis y pasaría a existir sólo uno que incorporaría al otro, que de alguna manera quedaría fagocitado.
Y el otro aspecto imprescindible sería la atención, ya que sin ella los seres más desválidos no podrían sobrevivir. Y en los seres humanos, cuando hablamos de esta supervivencia, nos referimos tanto a su aspecto físico como psíquico.
También podemos agregar un tercer aspecto, que tiene que ver con la ternura, y que no es menor en la vivencia del amor.
Tenemos, entonces, los ingredientes que tiene que tener este amor para nutrir a nuestros hijos: aceptación, atención y ternura. Y si bien esta ternura y la atención (que incluiría la disponibilidad y la presencia), tienen su grado de dificultad, sobre todo teniendo en cuenta lo que nos cuesta mantener una presencia no dividida, una atención no fragmentada, en este escrito me gustaría centrarme en lo que siento que es un punto complejo para la mayoría de mamás y papás: la aceptación de los hijxs reales, tal y como se presentan ante la vida.
¿Os reconocéis en esta dificultad? ¿O creéis que no os pasa a vosotras? Puede que tengáis la entereza y la conciencia que requiere la aceptación, y eso es maravilloso para vuestras hijas e hijos, porque les nutre su sentido de ser valiosos simplemente por el hecho de ser, que es la base para una buena autoestima. Pero antes de definiros en este grupo de personas que no necesitan trabajar esta aceptación, os haré un pequeño ejercicio: cerrad los ojos y pensad en vuestro/a/s hijo/a/s, y enumerar diez características. ¿Cuántas de ellas son carencias?
El otro día escuché una idea muy interesante en este sentido: cuando ponemos atención en las carencias de nuestros hijxs no estamos atendiendo a nuestrxs hijxs reales, sino a unos seres hipotéticos. Nuestrxs hijxs no tienen carencias, tienen características más o menos funcionales a su desarrollo, más o menos funcionales a su disfrute, más o menos funcionales a nuestra idea de lo que nuestro retoño debería ser. En cambio cuando pensamos en “lo que les falta”, no estamos pensando en nuestros/as hijos/as reales, sino en ideas, hipótesis…
Las carencias son, en realidad, una manera de mirar. Una manera de mirar todo aquello que nos genera una cierta incomodidad, que nos cuesta aceptar. Puede ser porque nos interpela en lo personal (nos hace recordar dificultades propias, por ejemplo; o nos interpela en nuestros valores…), o porque nos hace dudar de nuestra capacidad a la hora de educar, porque lo vivimos como un fracaso. Pero en general esta mirada nos complica más de lo que nos ayuda.
La aceptación es la base para poder hacer una mejora, para conseguir una autoestima suficiente (hablo de la de nuestros hijos/as, pero también de la nuestra), y también será lo que nos permitirá tener la tranquilidad suficiente como para cuidar mejor.
Aceptar es asentir, dar un sí a la situación real, a nosotras como personas reales, a nuestra vida como vida real, a nuestrxs hijxs como seres reales… con todo lo maravillosa que es esta existencia, y con las dificultades, dilemas que nos plantea, que además, cuando no se trata de condicionantes opresores, son realmente oportunidades para crecer.
Aceptar es abrir, bajar la exigencia, relajar…
Aceptar es mirar con alegría, poder hacer espacio al disfrute.
Aceptar es amigarse con lo que hay, que puede ser punto de partida para muchos escenarios diferentes.
Aceptar es abrazar sin pensar en lo que vendrá.
Aceptar es acoger, dar lugar: a las diferencias, a los caminos largos, a los caminos cortos, a los más vuelteros y a los más directos.
Aceptar sin luchar, sin defendernos, sin sentirnos amenazados ni atacados.
Aceptar es acompañar para poder cuidar.
Y aceptar también es confiar en que cada una y cada uno, con sus puntos fuertes, y los que no lo son tanto, vaya encontrando aquello que lo haga crecer y desarrollar su potencial. Con ayuda cuando sea necesario, pero haciendo un recorrido propio. Aceptar que somos guardianes de la vida, y que lo haremos de la mejor manera que podemos, no para marcar su camino, sino justamente para permitir que esa vida explosione y se despliegue de manera única, aunque tenga unos ojos que nos recuerden tanto a los nuestros.