Límites cuidados, límites que cuidan

Como personas adultas que cuidamos de niñas y niños (como mamás y papás, y también como cuidadores/educadores en espacios de desarrollo para infantes), tenemos varias responsabilidades que se podrían resumir, justamente, en la palabra cuidado. Pero ¿qué es cuidar?

En lo que entendemos por cuidar hay una mezcla de experiencias e ideas que tienen que ver con la historia de cada uno, con la propia experiencia vital de haber sido cuidado/a, con la resignificación adulta de esa experiencia, con la conceptualización de las sensaciones (me he sentido bien/mal cuidada…), y con las ganas de repetir, cambiar o “remendar” esa experiencia primera de haber sido bebé y después infante, y de haber estado al cuidado de personas adultas.

Uno de los temas con los que nos topamos en este camino del cuidado son los límites. Y nos topamos con ellos en un doble sentido: porque a veces cuidar implica poner límites, y otras veces cuidar implica ponerme límites. E incluso podríamos nombrar un tercer aspecto de la relación con los límites, en la cual me encuentro con mis propios límites (mi humanidad lo es, a la vez que es mi potencialidad), y acompaño el encuentro del infante con sus propios límites.

Vivir es estar limitado, decía con mucho acierto Rebeca Wild en un indispensable libro sobre el tema, y creo que aquí estaremos de acuerdo en que si no les intentamos evitar a las niñas ni a los niños las frustraciones que ello conlleva (lo que implica tiempo y paciencia para acompañarlas!), esta limitación puede ser impulso para la creatividad y las ganas de superación. Pero todo se complica cuando pensamos en aquellos límites que no vienen dados por la vida misma sino que tenemos que establecer nosotros poniendo en juego nuestro propio criterio.

El temor a equivocarse, e incluso el malentender el respeto hacia el niño/a, han dado lugar a una confusión muy grande en muchas familias, que dudan incluso de la necesidad de los límites. Y si ha habido la sensación de haber sido coartado en la propia infancia, la tentación de no poner límites es aún mayor, por aquello que nombrábamos más arriba sobre lo que implica la propia experiencia infantil de haber sido cuidado, en relación a lo que nosotros entendemos que es cuidar bien.

¿Por qué son necesarios los límites? ¿No deberíamos darles a nuestros infantes libertad para ser? Permitir esta libertad para ser implica el respeto por la dignidad del otro (sea un bebé, un niño pequeño, o una persona adulta), por lo que el otro siente que necesita en cada momento, pero también necesita una articulación con la responsabilidad adulta sobre el infante, sobre su cuidado, y por lo tanto necesita una lectura sobre la autenticidad de la necesidad expresada (¿comer caramelos es una necesidad? Alimentarse sí que lo es…), y sobre la situación global (el niño puede tener una gran necesidad de movimiento, pero el trayecto en coche no es un buen momento; aunque como personas cuidadoras tendremos que encontrar el momento y el lugar para que pueda satisfacer esta necesidad).

De alguna manera la libertad que le podemos dejar al infante va ligada a la responsabilidad que puede asumir, y a la responsabilidad que nos toca asumir (sí, nos toca!), como personas adultas cuidadoras. Y aquí en definitiva estamos hablando de que el límite tiene una función de seguridad: yo le trasmito al infante en qué terreno juega, con qué normas, y le expreso así que lo cuido y que puede dedicar sus energías a su desarrollo (plano en el que sí necesita libertad).

Además, en algunas etapas vitales el límite también puede estar cumpliendo otra función. Por ejemplo, en la famosa etapa de las rabietas (o del no) sobre los dos años de edad, los infantes buscan definirse en oposición a nosotros, a las personas adultas de referencia, y para ello es necesario que estas personas hayan establecido una serie de límites (personales), a los cuales oponerse, porque si no se hará muy difícil esta definición del yo, o exigirá actuaciones temerarias por parte de las niñas y los niños.

Pero hay otra cuestión importante en relación a por qué necesitamos establecer nuestros propios límites personales: necesitamos poder decir no cuando nuestra integridad esté en juego, porque no sólo nos estaremos cuidando a nosotros mismos, sino también porque funcionaremos como un modelo para que nuestros infantes aprendan a establecer sus propios límites, y también para ir construyendo una cultura en la cual el consentimiento sea algo necesario para accionar sobre el otro.

Si entendemos, entonces, que los límites forman parte de la vida, y que como personas adultas cuidadoras el poner límites que seguricen y que faciliten la convivencia será una de nuestras responsabilidades, ¿cuáles son los límites que tenemos que poner? Responder a esa pregunta es imposible, porque variarán de acuerdo con las etapas evolutivas, con las situaciones, e incluso con el carácter de cada persona. Lo que es importante es que se trate de límites orgánicos, es decir, límites que sean necesarios, vivos, que puedan tener excepciones (al contrario que las normas rígidas), que se desprendan de la situación en sí, que tengan en cuenta las circunstancias particulares, y que no tengan ninguna intención instructiva ni de ejercer el poder sobre el otro. O, tal y como apuntábamos antes, que se trate de límites personales. Además, cuando limitamos una acción de un infante, es importante que veamos cuál es la necesidad auténtica que está por detrás de esa acción, y que nos aseguremos que esa necesidad tiene la posibilidad de ser cubierta de otra manera, o que busquemos esa posibilidad en otro momento (no muy lejano).

Pero a pesar de que tomemos todas estas precauciones, es muy probable que el límite despierte en el infante un sentimiento de dolor o de rabia, o frustración, que es una explosiva mezcla de ambos. Seguramente es por esto que algunas veces nos vemos tentados por no pasar por el mal trago de poner un límite, y en cambio buscamos reconducir la situación desde la seducción, apelando a normas generales, o buscando falsas negociaciones. El problema es que cuando no ponemos el límite de forma directa, el sentimiento que aparece es el mismo, y sin embargo no tiene la misma validación para ser expresado, generando una situación poco clara en la que el malestar no puede ser trabajado de la misma manera. Si nos enfrentamos, en cambio, a la situación de asumir la responsabilidad del límite, damos lugar a que el infante exprese su dolor, su enfado, su frustración y que poco a poco aprenda a ir bregando con ese tipo de situaciones y a ir generando mecanismos de superación.

Tal vez la clave está en entender que justamente lo que permite esa expresión de dolor de la que nos podemos sentir culpables es el vínculo de sostén que tenemos con el infante, ese vínculo que iremos fortaleciendo mientas nos acompañamos en la superación de las dificultades.

Sin embargo, tal y como apuntábamos al comienzo del artículo, la responsabilidad que se deriva de la tarea de cuidar no sólo tiene que ver con poner límites, sino también con ponernos límites, poner límites a nuestras acciones sobre los infantes, tanto físicas como verbales. Porque cuidar implica salvaguardar la integridad del infante, y no sólo a nivel físico, sino también a nivel psíquico y emocional, manteniendo intacta su curiosidad vital y su deseo de desarrollarse.

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