En la relación con nuestros hijos, además de lo que les trasmitimos de forma consciente, vamos dando muchas pistas no elaboradas y no conscientes de nuestra ideología, de lo que pensamos y sentimos. Ellas y ellos, de forma no del todo consciente tampoco, buscan nuestra reacción, buscan conocernos; simplemente porque lo necesitan, porque necesitan entender quiénes somos y con qué reglas reales se mueven. Y nos conocen tanto como modelos, por cómo ven que actuamos ante la variedad de situaciones y circunstancias en las que nos ven accionar, y también por cómo reaccionamos y acompañamos sus propias actuaciones, sus expresiones.
Y no sólo aprenden el mensaje verbal, sino, sobre todo, el mensaje que subyace, nuestro mensaje corporal, las tensiones y distensiones que aparecen cuando nos van pasando cosas y cuando les van pasando cosas. Por tanto, su conocimiento sobre nosotros es a veces más certero, incluso, que nuestro autoconocimiento.
En este devenir van sintiendo una invitación por nuestra parte a expresar determinadas cosas y a reprimir otras. A expresar aquello en lo que sienten que tienen nuestra autorización, y a reprimir aquello en lo que sienten que nos incomodan, nos ponen en una encrucijada, o simplemente no se sienten autorizados por las personas adultas que los cuidamos. Seguramente ahora mismo pensaréis que, o bien vuestros hijos son una excepción en estas cuestiones, o vuestras invitaciones no son tan claras, porque seguramente más de una vez os habéis enfrentado a expresiones incómodas de vuestros hijos e hijas, no es cierto?
Yo decía que sienten una invitación, pero no siempre responden a nuestro deseo, claro. Primero porque algo de su propio deseo de conocernos hace que tengan que pasar varias veces por reacciones nuestras para acabar de entendernos. En segundo lugar porque la invitación no se la hace nuestra parte consciente sino más bien la inconsciente, la que le puede estar dando un mensaje que desconocemos, o que les dice simplemente que estamos tan ocupadas que sólo podremos prestar atención a aquello que nos desencaja, nos incomoda, nos molesta; o que sólo nos centramos en los problemas, y que si ellos no lo son, no les podremos prestar atención. Pero además no siempre pueden responder nuestra invitación, porque muchas veces aquello que no querrían expresar o que no les hemos invitado a expresar, sale igualmente (por suerte), aunque pueda generarles culpa (lamentablemente).
Normalmente aquello que no les invitamos a expresar es todo aquello que a nosotras mismas nos cuesta expresar; todo aquello que no tenemos resuelto en nosotras, o aquellas cuestiones sobre las que ponemos un juicio de valor (negativo), o que no se condicen con nuestra ideología. Pero es que las ideologías muchas veces no contemplan la totalidad del ser humano, o ponen juicios de valor donde no toca ponerlos. Y sobre ellas vamos tejiendo un ideal de ser humano que reprime energías necesarias para la vida, como por ejemplo la energía agresiva.
En un ideal de ser humano amoroso, solidario, empático, asertivo y pacifista, pareciera ser que no podría haber lugar para determinadas expresiones egocéntricas y agresivas, y sin embargo su represión en la infancia no nos lleva necesariamente a ese ideal, sino más bien a un ser humano que puede alternar sumisión con agresividad, interna y/o externamente, porque no ha podido ir elaborando las energías que lo conforman, sino que ha tenido que ir reprimiéndolas o ha ido sintiendo culpa cuando las ha expresado.
¿Pensáis que exagero? Centraros por un momento en vosotras mismas: ¿cómo os relacionáis con vuestra propia agresividad? ¿Cómo os sentís cuándo tenéis que decir que no? ¿Siempre podéis decir que no con tranquilidad? ¿Qué os pasa cuándo tenéis que comunicar vuestros límites personales?¿Cómo consideráis vuestra capacidad asertiva?
Expresar nuestras energías vitales es fundamental para poder elaborarlas, para dar lugar a su canalización en formas que tengan en cuenta al otro, que sean empáticas y que al mismo tiempo puedan expresar nuestro sentir de forma auténtico. Y que sean funcionales a nuestro desarrollo. Ser seres sociales implica estar siempre buscando un equilibrio entre la colaboración con los otros, a los cuáles necesito, y el cuidado de la propia integridad, para no perdernos en el nosotros. En este sentido, tanto el egocentrismo de los primeros siete años de vida, como la energía agresiva, que no es otra cosa que el impulso vital que nos permite salir adelante en situaciones críticas (como el nacimiento), pueden ser tablas de salvación de nuestra construcción e integridad, que tienen que ser elaboradas y transformadas para poder conseguir este equilibrio entre cooperación y cuidado de nuestra individualidad.
Respetar la expresión del egocentrismo no significa “mimar” el egocentrismo infantil, sino sencillamente no juzgarlo. Acompañarlo contrastándolo en la medida de lo posible con el deseo y el sentir de los otros, y dar lugar a que poco a poco la empatía y la negociación vayan ganando terreno, sin esperar que esto ocurra mágicamente, sino entendiéndolo como un proceso largo, que a veces se extiende incluso más allá de los primeros siete años de vida.
La energía agresiva, por su parte, requiere la posibilidad de expresarse, no sólo en los momentos críticos en los que es más compleja de elaborar, sino también a través del juego, en un contexto de límites claros y cuidados. Todos los juegos de destrucción, de enfrentamiento, de oposición (especialmente con las personas adultas), forman parte de esta necesidad en los primeros siete años. Juegos que pueden tomar diferentes símbolos, pero que siempre deben estar cuidados por estos límites que impidan hacer daño real, para evitar la culpa. Y después de estos primeros años pueden ir incorporando reglas, formas específicas, o derivándose también hacia expresiones más artísticas. Pero en todos los casos necesitan la posibilidad de expresarse, de ir contrastando esta energía con sus consecuencias en los otros (qué pasa cuándo nos “pasamos”, como puedo jugarla respetando los deseos de los demás, cómo podemos acordar los límites que nos permitan jugarla de forma cómoda), e ir elaborándola para poder buscarle una forma asertiva de expresión y una medida adecuada para cada circunstancia, que nos ayude en la búsqueda de este equilibrio que nombrábamos antes entre el cuidado de la propia integridad y el cuidado y la cooperación con los otros.
En la sala de psicomotricidad, sobre todo a partir de los 3 años que es cuando la energía más fuerte, pulsional, comienza a expresarse en el juego corporal, se dan este tipo de juegos simbólicos de enfrentamiento, y es un lugar privilegiado para la elaboración de esta energía. Y por supuesto también se puede jugar en casa, o al aire libre, siempre y cuando nos sintamos, las personas adultas, cómodas en este juego.
Pero más allá del cómo permitir esa expresión, me parece necesario entender su carácter esencial en el desarrollo de la persona. Y que todos los adultos responsables del cuidado de las y los niños hagamos un ejercicio consciente de hacerle espacio a esta y otras expresiones incómodas que provengan de los infantes, entendiendo la importancia de la expresión para la salud.
Sobre nuestra incomodidad, pues nos toca afrontarla y trabajarla. Idealmente nos tocaría ir consiguiendo, nosotras mismas, expresiones cada vez más asertivas y adecuadas para nuestro autocuidado y también para la convivencia con los otros. Pero si no nos sentimos llamadas a realizar este trabajo personal, al menos tendríamos que ver cómo podemos acompañar la expresión variada de nuestros hijos. Mirar nuestra incomodidad y ver si tenemos la posibilidad de reparar su origen o al menos de amansarla en el presente para poder cuidar sin reprimir. Para poder ser una ayuda, y no una traba, en la necesidad que tienen nuestros hijos e hijas de poder expresar y elaborar todo el abanico emocional y energético que forma parte de ellos.